viernes, junio 09, 2006

La máscara

Bruno Marcos
Cuando vinimos de la ciudad del mar no había sitio para mí en ningún colegio. Mi madre fue a protestar al ministerio y les obligaron a meterme en lo último: los bajos de un campo de fútbol que la delegación de educación habría gestionado con el ayuntamiento para albergar a ese excedente infantil. Dentro, pupitres de los antiguos, emparejados de dos en dos, con más de cien años a mí me parecía que tenían al menos mil. No los había así en el resto del colegio a donde pasaría luego, al finalizar las obras de ampliación. El caso es que al salir, a las cinco de la tarde, uno podía subir unos cuantos escalones y encontrar el verde del césped y unos hombres corriendo y voceando tras una pelota. Era un campo de fútbol penoso, de cemento remendado, pobretón y desconchado, pero el campo del primer equipo de la ciudad.
La verdad es que el cambio tan abrupto de una ciudad tan bonita a otra tan espartana, la dificultad para escolarizarme y mi natural retraimiento hicieron que, con siete años, al salir al recreo me encontrase inhibido y, en lugar de jugar con los otros niños, me iba hacia la verja y me apoyaba en ella y les veía corretear. No recuerdo si aquello duró tres o cuatro días, o dos o tres semanas, pero en mi incipiente ingenio apareció la idea de recurrir a aquella careta que había viajado conmigo y que era obsequio de Román que, de entre los magníficos regalos que le hacía su padre, me había legado varias cosas en la despedida. Era una careta magnífica, de goma, verde, representaba a un demonio no del todo identificable, una careta tan buena no era común por aquel entonces. Con extraña premeditación la lleve un día al colegio y, una vez en el recreo, me la coloqué en la cara y comencé a perseguir a los demás niños convirtiéndome, de pronto, en el centro total del juego. En una ocasión alguno, emocionado, me soltó una torta, y entonces me paré, levante por la barbilla la careta y amenacé con suspender la diversión si volvía a ocurrir tal violencia. No sé si en ese momento se dieron cuenta de que yo existía, de quién era el que estaba detrás de la careta, pero lo cierto es que acabaron esos recreos aburridos fuera del juego.
Muchos años después, cuando me dio por hacer algunas formas artísticas bastante extravagantes, me acordaba mucho de aquel episodio y me decía a mí que, tal vez, siguiera afectado por el éxito de aquel sistema de socializarme, y creía que yo mismo necesitaba hacer algo extraordinario para poder ser aceptado como un ser ordinario.